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Artículo original :

La Utopía

 

La Utopía como expresión del pensamiento divergente humano

por José Orihuela Guerrero

Licenciado en Filosofía por la Universidad de Sevilla y Profesor de Filosofía en el I.E.S. “Vázquez Díaz” de Nerva (Huelva).

RESUMEN: Tras un breve recorrido histórico que abarca tanto los relatos utópicos como la reflexión crítica sobre ellos –el denominado pensamiento utópico- y ensayos políticos concretos, constatamos un hecho: la permanencia de lo utópico como rasgo constitutivo de lo humano a lo largo de toda su historia. Un análisis de este hecho nos lleva a la conclusión de que la utopía es la expresión de la forma específica que tiene el hombre de enfrentarse a la realidad: el pensamiento divergente.

¿Qué es la Utopía?, ¿en qué parte del entramado de lo humano tiene su origen?, ¿de tenerla, cual es su estructura?, ¿cuál su significado?, ¿qué nos dice de su autor y de su época?, ¿cuál es su función?. Estas y otras muchas preguntas se han realizado y se siguen realizando respecto de las producciones humanas que hemos dado en llamar utopías.

No se trata en este artículo de realizar una historia de la utopía o un intento más de esbozar una posible clasificación de ese tipo de producciones en función de un criterio específico –seguramente tan válido como cualquier otro- que nos permita a continuación ensalzar, denostar o pasar página de forma condescendiente respecto de nuestro objeto de estudio.

Lo que pretendo en estas páginas es constatar un hecho y, a partir de él, sacar las consecuencias que ese hecho me suscita respecto de la relevancia e importancia primordial que lo utópico tiene en la estructura de lo humano.

Desde que tenemos constancia de la existencia de producción escrita se nos habla de una época donde existió un tipo de sociedad donde el hombre vivía en condiciones consideradas idóneas –o, cuando menos, mucho mejores que las que rodean al que realiza el relato. Esa primera utopía es una referencia que tiene como arquetipo a la Edad de Oro y nos remite a una época histórica ya pasada y casi siempre a un lugar muy alejado geográficamente o bien ya de ubicación desconocida para nosotros.

Estos arquetipos míticos y de carácter generalmente religioso están inscritos en todas las culturas que conocemos y resurgen con especial vitalidad cuando los hombres se encuentran en tiempos que perciben como de especial dificultad.

La utopía tradicional es la leyenda o relato literario sobre una isla perdida en el océano en la que unos hombres afortunados llevan un tipo de vida que los hace dichosos y felices.

Con la aparición de la idea de progreso en el siglo XVIII y a partir de la Revolución Francesa, los proyectos utópicos se sitúan en un tiempo futuro, una especie de consumación de los siglos a la que la tradición judeo-cristiana no es ajena en modo alguno, situándose la isla tradicional a partir de ese momento en otro planeta o en una época futura de fecha imposible de determinar.

Pero las utopías no son solamente bellos sueños ni lugares de evasión imaginativa, sino propuestas ideales de sociedad o de sistemas de vida y de relación con el entorno natural cuyo objetivo es espolear los deseos y las acciones.

Pensamos que en cualquier relación de propuestas utópicas hemos de incluir tanto aquellos relatos donde se describe un Estado ideal en su desarrollo dinámico, que es lo que históricamente entendemos por utopías, como las obras en las que los principios motores de las sociedades ideales son debatidos y evaluados críticamente, que es lo que se denomina como pensamiento utópico.(1)

Pero es preciso ampliar también ese marco al ámbito de aquellas propuestas de carácter político, económico-social, religioso, artístico, filosófico y de cualquier otro ámbito cultural que a lo largo de la historia el hombre ha realizado.

Por ejemplo, todo proyecto político tiene un fuerte componente utópico en la medida en que propone objetivos que no se cumplen de forma inmediata. Sin ir más lejos, en la Constitución española de 1978 se establecen una serie de principios y derechos que aún distan mucho de haberse cumplido, algunos tan concretos como el derecho a una vivienda digna (art. 47) y otros más genéricos –pero no por ello menos fundamentales- que, aunque formalmente realizados, en la práctica no se terminan de realizar con efectividad, tal como la igualdad ante la ley (art. 14).

I. RECORRIDO HISTÓRICO.

Desde esta amplia perspectiva nos veremos obligados a incluir en nuestro breve recorrido histórico la fundación de Tell-el-Amarna por parte del faraón egipcio Akhenatón (Amenofis IV) como lugar de plasmación concreta de sus ideales político-religiosos en el siglo XIV a.C., si bien a continuación hemos de mencionar a Platón (428-347 a.C.) como el autor del relato que sirvió de modelo a todas las utopías de ficción posteriores, sin por ello olvidar su carácter de programa político aplicable a la realidad: “La República”. En “Timeo” y “Crítias” Platón intentará plasmar en un cuadro vivo sus ideales socio-políticos.

Ya en la obra de Aristóteles (384-322 a.C.) vemos una elaboración crítica que inaugura lo que hemos denominado pensamiento utópico. En efecto, en el libro II de la “Política” el pensador de Estagira arremete contra las visiones utópicas de Platón y otros filósofos anteriores, sin privarse más adelante de proponer en la mencionada obra su ideal de sociedad política perfecta. Es la época en la que su discípulo Alejandro Magno funda la capital de su proyectado imperio cosmopolita desde Iberia a la India: Alejandría.

Al final del mundo antiguo la utopía fundirá el pensamiento clásico con el pensamiento utópico de los profetas de la tradición judía –Amós e Isaías vaticinan grandes catástrofes y al final el establecimiento del reino de Dios en la Tierra- en la obra de Agustín de Hipona (354-430) “La Ciudad de Dios”. En el terreno político concreto, además de resaltar la rebelión de Espartaco y su fundación de una Ciudad del Sol en el sur de Italia, es preciso añadir que buena parte de las crisis del siglo I a.C. en Roma no se entienden sin el proyecto –explícito en figuras como César o Antonio y, más tarde, en Juliano- de resucitar el sueño de Alejandro.

Durante la Edad Media desaparece toda idea utópica elaborada explícitamente –quizá con la excepción del ciclo artúrico- aunque continúa conservándose la memoria de las profecías religiosas así como de auténticas visiones que podemos calificar de antiutópicas en torno a la figura del Anticristo y que vaticinan la destrucción del mundo en un futuro más o menos próximo –el mito del año 1000-.

Un pueblo que en el medievo estaba profundamente oprimido y sumido en la incultura puso su esperanza en la existencia de lugares más o menos imaginarios donde no había sufrimiento y donde los placeres eran ilimitados en su disfrute. En España el lugar se denominó Cucaña, en Alemania Schlaraffenland (tierra o país de Jauja) y Venusberg (monte de Venus). Todas estas utopías populares presentan una enorme abundancia material y, junto a las promesas de un mundo mejor, una fuerte crítica contra la sociedad injusta del presente. En 1498 termina el experimento político-religioso de Savonarola en Florencia.

La desaparición del feudalismo y de una economía basada exclusivamente en la propiedad de la tierra, junto con la aparición del capitalismo y la clase burguesa, así como la emancipación de los siervos, la consolidación de la autonomía de las ciudades y el descubrimiento de América justifican, entre otras causas, la redacción de nuevas utopías globales que retoman la tradición del mundo antiguo.

Con el descubrimiento de América en 1492 resurge el mito de la Edad de Oro. Así, inspirándose en el mito de El Dorado –que dio lugar al fracasado proyecto político de Lope de Aguirre- el canciller inglés Tomás Moro (1478-1535) escribe “Utopía”, una feroz crítica a la Inglaterra de su época desde la descripción de una sociedad basada en una mezcla de valores burgueses, cristianos y platónicos. Por su parte, Francis Bacon (1561-1626) propone en su “Nueva Atlántida” una sociedad regida por científicos. En el siglo XVII “La Ciudad del Sol” del dominico italiano Campanella (1568-1639) combina el ideal de Moro de una sociedad regida por la justicia social con las aspiraciones científicas de Bacon.

Entre las utopías de los siglos XVII y XVIII cabe destacar “El Paraíso Perdido” de Milton, una utopía religiosa situada en el pasado que propone una revolución espiritual. En el ámbito del imperio español es de destacar el experimento de los jesuitas en las fundaciones de Paraguay y Uruguay de crear un estado comunista de inspiración cristiana. “El Quijote” de Miguel de Cervantes contiene una reflexión crítica acerca de las utopías renacentistas.

América del Norte, desde el desembarco de los Padres Peregrinos del Mayflower se convertirá hasta nuestros días en lugar de realización de multitud de experiencias utópicas, la mayoría de un fuerte carácter religioso. Las utopías francesas del siglo XVII, como “El Otro Mundo” de Cyrano de Bergerac o “La Historia de los Sevaritas” de Vairasse D´Allais, influyeron en obras del siglo XVIII escritas en el marco de lo utópico; en “Robinson Crusoe” Defoe nos retrata el carácter de la pujante burguesía inglesa, mientras Swift se revuelve contra la burguesía en “Los Viajes de Gulliver”.

En la Francia anterior al período revolucionario triunfaran las propuestas del “Cándido” de Voltaire o el “Emilio” de Rousseau”, donde se propugna la vuelta a un idílico “estado de naturaleza” y se sientan definitivamente las bases ideológicas del mito del buen salvaje.

Podríamos cerrar la época diciendo que si en la Edad Media la utopía era un Paraíso Terrenal tanto más maravilloso cuanto más imposible, en el siglo XVIII se procura ponerla en práctica mediante experimentos concretos.

La guerra de la independencia de Estados Unidos y la Revolución Francesa suponen un punto de inflexión en las concepciones utópicas, a partir de ahora volcadas a la posibilidad real de un cambio socio-político e inspiradas en su concepción y estrategia por la idea de progreso.

Mención muy destacada merece el movimiento conocido como socialismo utópico, con figuras como Babeuf, Saint-Simon, Fourier u Owen, que intentaron alcanzar la igualdad económica entre los hombres y que tan demoledoramente fueron criticados por Marx. Pero no fue sólo la crítica marxista al utopismo socialista, sino el desarrollo de las agrupaciones y partidos obreros lo que, hacia mediados del siglo XIX, acabó prácticamente con este tipo de visiones utópicas.

A medida que la civilización occidental se extiende, la técnica crece y se perfecciona, las ciudades se convierten en auténticas megalópolis, la ciencia avanza y amenaza con algunos de sus descubrimientos, y las masas irrumpen en la escena histórica, aumentan las críticas a la civilización y se multiplican los ensueños o las exigencias utópicas. Hemos de destacar la obra de H.G. Wells (1866-1946) y las feroces antiutopías de Aldous Huxley (1894-1963) “Un Mundo Feliz” y G. Orwell (1903-1950) “Mil Novecientos Ochenta y Cuatro”. No podemos cerrar este somero cuadro sin mencionar la propuesta utópica del psicólogo Skinner en “Walden Dos” y decir que en el campo de la denominada contracultura se han multipliucado en los últimos años los experimentos utópicos.

Tras las experiencias de los años sesenta y setenta, la caída del muro de Berlín y la explosión de la revolución científico-tecnológica abren un nuevo escenario para las propuestas utópicas –sea a nivel de utopías, pensamiento utópico o experiencias políticas prácticas- en el futuro.

II. CONSECUENCIAS ANTROPOLÓGICAS.

Este breve recorrido histórico nos obliga a constatar un hecho: no hay momento de la historia humana donde, ya sea de una u otra forma, no hayan aparecido relatos, reflexiones o propuestas prácticas acerca de una sociedad o un mundo –tanto natural como artificial- mejores y diferentes que el conocido por el autor o autores de la propuesta.

Este hecho nos obliga a extraer una primera consecuencia: el relato o propuesta utópica es consustancial al ser humano. Fijémonos en que toda utopía es siempre la descripción de una realidad distinta a la existente –esto vale tanto para las utopías como para las antiutopías-. Es decir, toda utopía es, de entrada, una forma divergente de ver la realidad.

Y es que el ser humano es un animal divergente, y dado que dicha divergencia no parece venir de una disparidad genética respecto de los otros simios –pues cada día es más claro que el bagaje genético es prácticamente el mismo-, tendremos que suponer que procede de nuestra conducta y actitud frente al mundo.

Si esto es así, ser hombre es ser una forma diferente de ver el mundo. El mundo, lo dado, el entorno social y natural no satisfacen al hombre. Y puede que tampoco satisfaga al resto de los animales, pero lo cierto es que no parecen tener la capacidad suficiente para modificarlo de forma adecuada a sus intereses.

Cuando el hombre mira al mundo, sea al entorno natural en que le ha tocado vivir –clima, fenómenos atmosféricos, era geológica- o al conjunto de relaciones sociales que ha heredado en forma de normas, costumbres y prácticas socialmente aceptadas, lo primero que siente es insatisfacción. El hombre es un ser insatisfecho, no adaptado a su entorno ni a su hábitat, y esa insatisfacción le plantea ya un dilema: resignarse o no conformarse con lo que se le presenta.

El ser humano, ante esa disyuntiva, se define no como un ser resignado, sino como un ser disconforme. Pero es en ese paso de la insatisfacción a la disconformidad donde está la clave del primer momento de diferenciación entre la animalidad y lo humano.(2)

Y ello es así porque decir no –eso y no otra cosa es la disconformidad- implica una primera forma alternativa y divergente de ver el mundo, por rudimentaria que sea. Esa forma alternativa y divergente de ver el mundo es negarlo. Pero es cierto que, de algún modo, eso podría atribuírsele a cualquier mamífero superior –otro tema a estudiar sería el de los denominados insectos sociales- y, sin duda de ningún tipo, a los simios superiores, que utilizan instrumentos y alteran el entorno en la medida de sus posibilidades.

Es preciso dar un paso más y decir que la forma alternativa y divergente de ver el mundo que tiene el hombre es precisamente la capacidad de concebir un mundo alternativo, para ser precisos, no uno, sino múltiples, casi infinitos, mundos alternativos.

Sólo esta capacidad que le otorga la fantasía permite al hombre traducir su primaria reacción negativa en una divergencia constructiva que le permite diseñar un plan alternativo a la realidad y que, inevitablemente, tiene un carácter utópico, al menos hasta el momento de su plasmación en la práctica.

Es esta divergencia, esta capacidad de no solo negar el mundo sino de plantear una alternativa, la raíz misma de lo humano. Que ese “proyecto divergente” sea más o menos aplicable a la realidad no es ahora la cuestión –dependerá en todo caso de los medios técnicos que se tengan a mano y de las resistencias que se encuentren a su aplicación- .

Lo que interesa destacar aquí es que la utopía, en cualquiera de sus versiones y acepciones que a lo largo de este artículo hemos apuntado, es una expresión del pensamiento divergente, que es la forma de pensamiento que caracteriza al ser humano y que explica, a nuestro juicio, el mecanismo de diferenciación conductual que lo distingue del resto de los animales.

NOTAS.-

(1) Así lo entiende Frank Manuel en la Introducción (pp. 9-27) al volumen “Utopías y Pensamiento Utópico”, cuya referencia completa damos en la bibliografía.

(2) Quede claro que en ningún momento se trata aquí de abrir una discontinuidad en la serie evolutiva entre el hombre y el resto de los animales, sino de llamar la atención sobre el hecho de que nuestro éxito evolutivo, más que en diferencias de estructuras anatómicas, debería buscarse en mayor medida en disimilitudes conductuales producidas por una diferente actitud de enfocar las relaciones con el entorno. Esa actitud nueva implicaría una estrategia evolutiva totalmente desconocida en la historia de la evolución hasta la aparición del linaje humano (en esta línea estoy elaborando un ensayo inédito titulado El Animal Inmortal).


BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA.-

ARISTÓTELES: “Política” Madrid. Alianza Editorial, 1986.
BACON, F.: “Nueva Atlántida”. Madrid. Zero, 1971.
BLOCH, E.: “El Principio Esperanza”. Madrid. Aguilar, 1977.
CAMPANELLA, T.: “La Ciudad del Sol”. Madrid. Aguilar, 1979.
MANNHEIM, K.: “Ideología y Utopía”. Madrid. Aguilar, 1973.
MANUEL, F.E. y OTROS: “Utopías y Pensamiento Utópico”. Madrid. Espasa-Calpe, 1982.
MARCUSE, H.: “El Final de la Utopía”. Barcelona. Ariel, 1968.
MORO, T.: “Utopía”. Barcelona. Orbis, 1984.
MONCLÚS, A.: “El Pensamiento Utópico Contemporáneo”. Barcelona. Círculo de Lectores, 1988.
NEUSÜSS, A.: “Utopía”. Barcelona. Barral, 1971.
PLATÓN: “Obras Completas”. Madrid. Aguilar, 1988.
THOMAS, H.: “Una Historia del Mundo”. Barcelona. Grijalbo, 1982.
TOUCHARD, J.: “Historia de las Ideas Políticas”. Barcelona. Círculo de Lectores, 1990.



 
 
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